(El siguiente fragmento es un inédito e incompleto relato corto)
El primer y repentino juicio de Conklin fue
que este hombre, Michael Briggs, no era la clase de persona que normalmente
solicitara ayuda psiquiátrica. Iba vestido con unos pantalones negros de pana[1]
(sic), una pulcra camisa azul y una chaqueta deportiva que combinaba más o
menos con ambas prendas. Su pelo era largo, casi hasta los hombros. Su cara
estaba bronceada. Sus largas manos estaban agrietadas, con costras en algunos
lugares y cuando la alzó sobre el escritorio para estrechársela, sintió la
aspereza de sus callos.
––Hola,
Sr. Briggs.
––Hola
––Briggs dibujó una enfermiza y cómoda sonrisa. Sus ojos recorrieron la
habitación y se centraron en el sofá, todo en una sola ojeada. Conklin había
visto a ese hombre antes, pero no lo asociaba con alguien que hubiera estado en
su terapia anteriormente. Ellos sabían que el sofá estaría allí. Este Briggs de
manos desgastadas estaba buscando el símbolo más conocido de aquella
profesión... el que veían en las películas y series de televisión.
––¿Es
usted empleado de la construcción? –– preguntó Conklin.
––Sí
––Briggs se sentó atentamente frente al escritorio.
––¿Quiere
hablarme de su hijo?
––Sí.
––Jeremy.
––Sí.
Hubo
un pequeño silencio. Conklin, que usaba el silencio como una herramienta,
estaba obviamente menos incómodo que Briggs. La Sra. Adrian, su enfermera y
recepcionista, recogió la llamada cinco
días antes, y dijo que Briggs parecía sonado... un hombre que se controlaba,
dijo, pero por muy poco. La especialidad de Conklin no era sicología infantil y
su agenda estaba atestada, pero la evaluación del formulario mecanografiado de
Nancy Adrian sobre aquel hombre que tenía ahora enfrente lo había intrigado.
Michael Briggs tenían cuarenta y cinco años, un empleado de la construcción que
vivía en Lovinger, Nueva York, una localidad a 40 millas de la ciudad de Nueva
York. Era viudo. Él quería hablar con Conklin sobre su hijo, Jeremy, que tenía
siete años. Nancy le había prometido que le devolverían la llamada al final del
día.
––Dígale que
llame a Milton Abrams de Albany ––había dicho Conklin, deslizándole a Nancy el
formulario sobre el escritorio.
––¿Podría
aconsejarle que lo viera en una cita y después decidiera al respecto? ––
preguntó (sic) Nancy Adrian.
Conklin la miró,
luego se apoyó sobre el respaldo de la silla y sacó su paquete de tabaco. Cada
mañana lo llenaba exactamente con diez Winston 100’s al salir de casa., y no
fumaba nada más hasta el día siguiente. No era tan bueno como dejarlo, eso lo
sabía; solo era la única tregua que había podido alcanzar. Ahora estaban al
final del día ––no más pacientes, en cualquier caso–– y se merecía un
cigarrillo. Y la reacción de Nancy hacia Briggs lo intrigaba. Sugerencias como
aquellas no eran oídas normalmente... pero eran raras. Y las intuiciones de la
mujer eran buenas.
––¿Por qué?
––preguntó, prendiendo el cigarrillo.
––Bueno, le
sugerí que visitara a Milton Abrams (vive cerca de Briggs, y le gustan los
niños), pero Briggs ya lo conocía un poco. Trabajó en un equipo de construcción
que construyó una piscina en la casa de campo de Abrams hace dos años. Él dijo
que lo visitaría si usted aún lo recomendaba después de oír lo que tenía que
decirle. Él quería contárselo a un total desconocido antes primero y obtener
una opinión. Él dijo “Se lo contaría a un sacerdote si fuera católico”.
––Uhm.
––Él dijo,
“quiero saber qué le pasará a mi hijo... si soy por mí o qué” Sonaba agresivo
en esto, pero también sonaba muy, muy asustado.
––El niño
tiene...
––Siete años.
––Y usted quiere
que lo vea.
Ella se encogió
de hombros, luego sonrió. Tenía cuarenta y cinco años, pero cuando sonreía
parecía que todavía tenía veinte.
––Sonaba...
concreto. Como si pudiera contar una historia clara y sin sombras. Fenómenos,
no efímeros.
––Expóngame todo
lo que quiera... todavía no voy a subirle el sueldo.
Ella arrugó la
nariz, y luego sonrió. A su modo, él quería a Nancy Adrian (sic). Una vez,
tomando unas copas, la llamó la Della Street de la Psiquiatría, y ella
casi le pega. Él valoraba su perspicacia, y ahora estaba ahí, clara y simple:
––Él sonaba como
un hombre que piensa que hay algo estropeado en la psique de su hijo. Y ha
llamado a la oficina de un psiquiatra neoyorquino. Un caro psiquiatra
neoyorquino. Y parecía muy asustado.
––Está bien.
Suficiente ––aplastó el cigarrillo, no sin pesar–– . Cítelo la semana que
viene, el Martes o el Miércoles, a las cuatro en punto.
Y ahí estaban,
Miércoles por la tarde, no a las cuatro en punto, pero sí a las 4:03
exactamente... y ahí estaba el Sr. Briggs sentado delante de él con sus
desgastadas manos entrelazadas en el regazo y mirando preocupadamente a
Conklin.
Título original: Keyholes.
Qué pena que esté incompleto, es interesante.
ResponderEliminarsi es una pena, Stephen king tiene varios relatos incompletos y varias tramas de historias que nunca escribió u.u
Eliminar