Trivial World

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viernes, 10 de abril de 2015

Stephen King- Cabeza de Cono

En la primavera de 1970, cuando tenía 22 años, fui arrestado por la policía de Maine, Orono. Luego de que pararan mi auto, en un control de tráfico, fui descubierto en posesión de cerca de tres docenas de conos de caucho, de los que se usan para el tráfico. Después de una dura noche de tomar té frío Long Island en el Motor Inn de la Universidad, choqué uno de esos conos mientras conducía rumbo a casa. Salté del auto y vi que estaba rasgado mi viejo Ford. Yo ya me había informado antes que la ciudad de Orono había estado ese día pintando cruces en las calles, y me di cuenta que habían puesto esos malditos conos por todos lados. Con la lógica de un borracho, decidí cruzar la ciudad -despacio, seguro y sano- y levantar todos los conos. Cada uno de ellos. Al día siguiente, los presentaría, junto con mi auto, a la Municipalidad, en una muestra de justo enojo.
La policía de Orono, que ya tenía razones para que yo nos les cayera bien (yo era un notorio "hippie" anti-Vietnam), estaba encantada con su captura. El oficial que me arrestó encontró suficientes conos como para elevar la falta a la categoría de "robo". Todo lo que sé es que fui apresado en mi segunda aventura tras los conos. Si hubiese sido atrapado con los cientos o más que ya había en mi departamento, quizás estaríamos hablando de "robo agravado".
Pasaron los meses. Me gradué en la Universidad de Maine. Con la potencial convicción del robo rondando en mi cabeza, busqué un trabajo de maestro. Pero los trabajos eran escasos, y todo lo que pude encontrar fue ser un "bombeador de combustible" cerca de la ciudad de Brewer. Mi jefe era una mujer. No recuerdo su nombre, pero la llamábamos Ellen. Ellen no sabía que tenía un juicio por robo en mi futuro. Por lo poco que me pagaba (creo que era un dólar con sesenta la hora), no creía que tuviera que saberlo.
Había en ese momento una guerra de precios, y nosotros en la estación de Gas de la Interestatal 95 vendíamos normalmente el galón a veinticinco centavos. Pero esperen, amigos, había más. Con una recarga, tenían su oportunidad del Vaso (un vaso estilo cena, feo pero durable) o el Pan (una barra extra larga de un pan esponjoso y blanco). Si nos olvidábamos de preguntarle si podíamos revisarle el aceite, tenían su recarga gratis. Si me olvidaba de decirle gracias, lo mismo. Y piensen quien tenía que pagar las recargas gratuitas... Correcto, el olvidadizo empleado, que, en mi caso, estaba siempre medio quebrado; la cena en aquellos días consistía habitualmente de Cheerios freídos en manteca de cerdo.
En aquel entonces conocí a Tabitha Spruce, de Old Town, y le propuse casamiento. Ella aceptó, proponiéndome que encontrara un trabajo mejor que cargar gasolina. Pude entenderlo. ¿Quién quiere casarse con un tipo cuya máxima responsabilidad es preguntarle a los clientes si prefieren el Vaso o el Pan?
Llegó el mes de agosto de 1970, y mi juicio por el robo de conos. Le dije a Ellen que no podía ir al trabajo esa tarde porque había fallecido un pariente de mi fiancée ("fiancée" suena mucho más responsable que "novia"), y tenía que llevarla al funeral. Ellen pareció comprar esta excusa. Y en verdad fue una especie de funeral, pero resultó ser el mío. Fui mi propio abogado en la Corte del Distrito de Bangor, pero tuve un tonto por cliente. Fui encontrado culpable. Aunque pudo ser peor; sólo tuve que pagar 100 dólares. Pude haber sido puesto en prisión por seis meses. Pero se dio que justo había vendido una historia de horror, The Float, a una revista de chicas llamada Adam. El cheque llegó justo a tiempo para pagar mi fianza.
Al día siguiente, cuando llegué al trabajo, Ellen lucía una sonrisa que decía que el ascensor de la mala fortuna todavía no había bajado lo suficiente. Ella me contó que no estaba al tanto que los funerales se llevaran a cabo en la Corte del Distrito de Bangor. Resultó ser que un primo, un sobrino o algo así de Ellen, estaba siguiendo mi caso. En uno de esos fantásticos ataques de mala suerte que parecen ocurrir solo una vez en la vida, este cretino, que me conocía de vista de la estación de servicio, le comentó a Ellen que me había visto.

Y así fue como me encontré desempleado y con un registro criminal a un mes de cumplir los veintitrés años. Comencé a pensar si realmente me convertiría en una Mala Persona. Ser una Mala Persona es un trabajo de mierda, pero alguien tiene que hacerlo, supongo. Quizás robar conos de tráfico era sólo el primer paso. Pienso que ese fue el verano en que me di cuenta que realmente no son todas estrellas en nuestro propio show, y que los finales felices -incluso medios felices, por causa de Dios- están absolutamente en duda. 


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Este es un cuento de Stephen King, luego subiré algunos otros cuentos cortos de este gran autor :)

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