La casa era alta, con un
sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de
la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una
geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por
encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza
bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que
enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que
un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa
pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.
Se dirigió al porche y, tras
un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de
cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora
mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su
tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.
Reinó el silencio, un
silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla
en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el
lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que
se arrastraban hacia el vestíbulo. El contrapunto de un bastón: whock... whock... whock...
Las tablas del piso
crujieron y se quejaron. Una sombra, grande y sin forma tras el vidrio
nacarado, se perfiló en la ventanita de la puerta. El interminable sonido de
unos dedos que resuelven laboriosamente el enigma de cadena, cerrojo y
cerradura. La puerta se abrió.
—Hola —pronunció
rotundamente la voz nasal—. Usted es el señor Nately. Ha alquilado la cabaña.
La cabaña de mi marido.
—Sí —dijo Gerald, con la
lengua inflándole la garganta—. Así es. Y usted es...
—La señora Leighton
—completó la voz nasal, complacida por su rapidez o por su nombre, aunque
ninguno de ambos era gran cosa—. Soy la señora Leighton.
* * *
qué mujer tan
jodidamente grande y vieja parece oh jesucristo reventar el vestido debe tener
como sesenta y seis y es gorda dios mío es gorda como una cerda no puede
olfatearse el pelo blanco el largo pelo blanco de sus patas aquellas secoyas
enfermas en esa película un tanque ella podría ser un tanque podría matarme su
voz está fuera de todo contexto como un silbato jesus si me riera no puedo
reírme debe tener como setenta dios cómo camina y el bastón sus manos son más
grandes que mis pies como un maldito tanque podría derribar un roble un roble
por el amor de dios
* * *
—Usted escribe. —Ella no le
había ofrecido pasar.
—Sí, por ahí viene la mano
—dijo él, y se rió para poder disimular su repentino encogimiento ante el uso
de aquella metáfora.
—¿Me mostrará algo cuando ya
esté instalado? —le preguntó. Sus ojos parecían perpetuamente luminosos y
nostálgicos. No habían sido afectados por los mismos años que hicieron estragos
en el resto de su persona.
* * *
espera a que
lo tenga escrito
* * *
imagen: «los años llegaron haciendo estragos, en
compañía de una carnosidad exuberante: ella era como una cerda salvaje a la que
dejaran suelta en una casa grande y majestuosa, libre de cagarse sobre la
alfombra, de destrozar la cómoda galesa y de derribar todas las copas de
cristal y los vasos de vino, de pisotear los divanes de color rojo hasta que
aparecieran los lunáticos resortes y sus rellenos, de rayar el espejante
acabado del gran suelo del vestíbulo con sus bárbaras pezuñas, desparramando
charcos de orina»
* * *
bien es ella
sí hay una historia percibo su cuerpo colgando y ondulando
* * *
—Si usted quiere —respondió
él—. No divisé la cabaña, señora Leighton, ni siquiera desde el camino de la
costa. ¿Podría decirme dónde...
—¿Vino conduciendo?
—Sí. Dejé mi automóvil allí.
—Señaló más allá de las dunas, hacia el camino.
Una sonrisa, extrañamente
unidimensional, se dibujó en los labios de la mujer.
—Ésa es la razón. Desde el
camino sólo alcanza a entreverla: se la pierde, a menos que ande caminando
—apuntó al oeste, hacia la descuidada esquina de las dunas y la casa—. Está
allí. Justo pasando aquella pequeña colina.
—Bien —dijo, y entonces se
quedó allí sonriendo. En realidad no tenía ni idea de cómo finalizar la
entrevista.
—¿Le gustaría entrar a tomar
un poco de café? ¿O una coca-cola?
—Sí —respondió al instante.
Ella pareció sorprenderse un
poco ante su rápida aceptación. A fin de cuentas, él había sido el amigo de su
marido, no el suyo. El rostro se cernió amenazante sobre Gerald, como una luna
inconexa, indecisa. Luego lo condujo dentro de la antigua y paciente casa.
Ella se tomó un té; él una
coca. Millones de ojos parecían observarlos. Se sentía como un ladrón,
merodeando en busca de la ficción oculta que él podía llegar a crear a partir
de ella, llevando consigo tan sólo su propia gracia juvenil y una linterna psíquica.
* * *
Mi nombre, por supuesto, es
Steve King, y sabrás perdonarme esta intrusión en tu mente... o así lo espero.
Podría argumentar que el hecho de hacer a un lado la cortina de presunción
entre el lector y el autor está permitido porque yo soy el escritor; es decir
que, dado que ésta es mi historia, puedo hacer con ella cualquier maldita cosa
que se me ocurra; pero pierde validez puesto que eso deja completamente de lado
al lector. La Regla Número Uno para todo escritor es que el narrador no importa
un centavo cuando se lo compara con el oyente. Pero olvidemos todo el asunto,
si es que podemos. Me estoy entrometiendo en la historia por la misma razón por
la que el Papa defeca: porque tengo que hacerlo.
Deberías saber que nunca
atraparon a Gerald Nately; su crimen jamás fue descubierto. Pero igual lo pagó.
Tras escribir cuatro novelas retorcidas, monumentales, mal desarrolladas, se
cortó la cabeza con una guillotina de marfil tallado comprada en Kowloon.
Su personaje fue el que
primero inventé, durante un rato de aburrimiento, a las ocho de la mañana, en
una clase de Carroll F. Terrell de la facultad de Inglés de la Universidad de
Maine. El doctor Terrell estaba hablando sobre Edgar A. Poe y yo pensé:
guillotina de marfil de
Kowloon
una retorcida mujer en
sombras, como un cerdo
cierto caserón
El compresor de aire azul no se me ocurrió hasta pasado bastante tiempo. Es
desesperadamente importante que el lector esté informado de estos hechos.
* * *
Él le mostró algunos de sus
escritos. No la parte importante —la historia que estaba escribiendo sobre
ella— pero sí fragmentos de poesía, o aquella espina de novela que, como
fragmentos de granada, llevó clavada en la mente durante todo un año, o los
cuatro ensayos. Ella era una crítica perspicaz y se los devolvió con
anotaciones al margen escritas con su fibra negra. Como a veces la mujer se
dejaba caer por la cabaña mientras él se encontraba en el pueblo, escondió la
historia en el cobertizo de la parte trasera.
Cuando septiembre se fundió
en un fresco octubre la historia estuvo terminada, enviada por correo a un
amigo, regresada con sugerencias (algunas malas), y vuelta a escribir. Sentía
que era buena, pero no lo suficiente. Algo indefinible le estaba faltando. El
enfoque no estaba muy claro. Empezó a jugar con la idea de mostrárselo a ella
para que lo critique, luego la rechazó, para volver a jugar con la idea.
Después de todo, ella era la
historia; él nunca dudó de que la mujer pudiera proporcionar el vector final.
En forma gradual, su actitud
con respecto a ella llegó a tornarse enfermiza; estaba fascinado por su volumen
colosal, animalístico, por la lentitud de tortuga conque se desplazaba a través
del espacio existente entre la casa y la cabaña...,
* * *
imagen: «gigantesca sombra de decadencia que se
tambalea entre una arena sin sombras, el bastón aferrado en una mano torcida,
los pies calzados en unas enormes zapatillas de lona que pisotean y esparcen
los toscos granos, el rostro como una fuente servida, los brazos una masa hinchada,
los pechos como tambores, una geografía en sí misma, el país del tejido
orgánico»
* * *
...por su voz insípida y estridente; pero al mismo
tiempo la detestaba, no podía resistir su contacto. La mentira empezó a hacerse
notar, como le sucede al joven de El
Corazón Delator, de Edgar A. Poe. Sentía que la mentira podía hallarse
cerca de la puerta del dormitorio de ella, durante interminables medianoches,
iluminando su ojo dormido con un rayo de luz, listo para cincelar y rasgar en
el instante en que se abriera.
El impulso de mostrarle la
historia comenzó a aguijonearle enloquecedoramente. Había decidido que lo haría
el primer día de diciembre. El hecho mismo de la decisión no lo alivió para
nada, como se supone que ocurre en las novelas, aunque sí lo dejó con un
sentimiento de placer antiséptico. Estaba bien que así fuera; era el omega que realmente se enlazaría con el alfa. Y se trataba del omega; para el cinco de diciembre
pensaba dejar la cabaña. Aquel mismo día acababa de volver de la Agencia de
Viajes Stowe de Portland, donde había reservado un pasaje para el lejano este.
Podría decirse que lo había hecho como un impulso momentáneo: la decisión de
marcharse y la decisión de mostrarle su manuscrito a la señora Leighton habían
aparecido juntas, casi como si él estuviera siendo guiado por una mano
invisible.
* * *
Realmente estaba siendo
guiado; por mi propia e invisible mano.
* * *
El día estaba blanco y
nublado, con la promesa de la nieve acechando en el aire. Cuando Gerald las
cruzó, las dunas entre la casa cubierta de tejas de los dominios de ella y la
humilde cabaña de piedras de él ya parecían estar prefigurando el invierno. El
mar, sombrío y grisáceo, rompía entre los guijarros de la playa. Las gaviotas
montaban las lentas olas como si fueran boyas.
Atravesó la cima de la
última duna y supo que la mujer estaba en casa; su bastón, con la manopla
blanca de bicicleta en un extremo, estaba apoyada junto a la puerta. El humo se
elevaba desde la chimenea de juguete.
Gerald subió los escalones
de madera sacudiéndose la arena de las botas para que la mujer se enterara de
su llegada, y después entró.
—¡Hola, señora Leighton!
Pero la diminuta sala y la
cocina se hallaban vacías. El reloj de pared sólo hacía tictac para sí mismo y
para Gerald. El gigantesco tapado de pieles de la mujer yacía colgado de la
mecedora, como el pellejo de un animal. En el hogar había una pequeña llama
encendida que resplandecía y crujía diligentemente. La tetera permanecía sobre
la hornalla de la cocina y sobre la mesada una taza de té, aún a la espera del
agua. Él se asomó en el estrecho pasillo que conducía al dormitorio.
—¿Señora Leighton?
Tanto el pasillo como el
dormitorio estaban vacíos.
Estaba a punto de regresar a
la cocina cuando comenzaron las gigantescas risitas. Eran enormes y desvalidos
espasmos de risa, el tipo de risa que emitiría una mujer que permanece
confinada durante años y años, como vino en una bodega. (También existe un
cuento de Edgar A. Poe que trata sobre el vino.)
Las risitas se transformaron
en grandes risotadas. Provenían de la puerta que se abría a la derecha de la
cama de Gerald, la última puerta de la cabaña. Provenían del cobertizo de las
herramientas.
* * *
se me están
encogiendo las bolas como en la escuela primaria la vieja puta se está riendo
lo encontró vieja gorda maldita sea maldita sea maldita sea tú vieja prostituta
eres la causa de que esté aquí vieja puta ramera montón de mierda
* * *
Llegó hasta la puerta en
unas pocas zancadas y la abrió. Ella estaba sentada junto al pequeño calentador
del cobertizo, con el vestido subido hasta los tocones de robles que eran sus
rodillas para poder acomodarse con las piernas cruzadas, y con el manuscrito,
empequeñecido, sostenido entre sus manos hinchadas.
Sus carcajadas rugieron y
tronaron a su alrededor. Gerald Nately vio que los colores estallaban frente a
sus ojos. Ella era como un animal lento, un gusano, una gigantesca cosa
deslizante que se hubiera desarrollado en el oscuro sótano de la casa junto al
mar, un bicho oscuro que se había convertido en una grotesca forma
humanoide.
Bajo la opacada luz de una
ventana llena de telarañas, su cara se transformó en una luna de cementerio,
surcada por los estériles cráteres de sus ojos y por el hendido terremoto de su
boca.
—No se ría —le advirtió
Gerald, rígidamente.
—Oh, Gerald —dijo la mujer,
sin parar de reirse—. Ésta es una historia muy mala. No lo culpo de usar un
seudónimo. Es...—se limpió las lágrimas de risa de los ojos— ¡es abominable!
Tieso, empezó a caminar
hacia ella.
—No me ha representado lo
suficientemente grande, Gerald. Ése es el problema. Soy demasiado grande para
usted. Quizás Poe, o Dosteyevsky, o Melville... pero no usted, Gerald. Ni
siquiera bajo su auténtico nombre. No usted. No usted.
Empezó a reírse de nuevo, colosales
y terribles explosiones de sonido.
—No se ría —le advirtió
Gerald, rígidamente.
* * *
El cobertizo de
herramientas, a la manera de Zola:
Paredes de madera que
muestran ocasionales grietas de luz, rodeadas de trampas para conejos colgadas y
tiradas por los rincones; un par de polvorientas y desencajadas botas de nieve;
un calentador mohoso que deja ver parpadeos de llamas amarillas, como los ojos
de un gato; varias chucherías; dos palas; unas tijeras de podar; una antigua
manguera verde enrollada como una serpiente; cuatro neumáticos viejos apilados
como rosquillas; un oxidado rifle Winchester sin gatillo; una sierra de doble
mango; un polvoriento banco de trabajo cubierto de clavos, tornillos, tuercas,
arandelas, dos martillos, un cepillo, un nivel roto, un carburador desmantelado
de los que pueden encontrarse dentro de un convertible Packard 1949; un
compresor de aire de cuatro caballos de fuerza pintado de azul eléctrico,
enchufado con un alargador que se comunica con la casa.
* * *
—No se ría —repitió Gerald,
pero ella siguió meciéndose de un lado para el otro, agarrándose el estómago y
agitando el manuscrito, con la jadeante respiración como un pájaro blanco.
Su mano encontró el mohoso
rifle Winchester y lo utilizó para golpearla, como si fuera un garrote.
* * *
La mayoría de las historias
de horror son de naturaleza sexual.
Lamento interrumpir el
relato con esta información, pero presiento que debo poner en claro la
espantosa conclusión de esta obra, que no es otra cosa que (al menos
psicológicamente) una clara metáfora de los miedos a la impotencia sexual. La
gran boca de la señora Leighton simboliza la vagina; la manguera del compresor
es el pene. El inmenso y dominante volumen femenino es una representación
mítica del temor sexual que, en mayor o menor grado, habita en cada varón: que
la mujer, con su apertura, es una devota.
* * *
En los escritos de Edgar A.
Poe, Stephen King, Gerald Nately, y de todos aquellos que practican esta
particular forma literaria, solemos encontrar tanto habitaciones cerradas como
calabozos, además de mansiones desiertas (todos éstos símbolos del útero);
escenas de entierros vivientes (impotencia sexual); el muerto que retorna de la
tumba (necrofilia); monstruos o seres humanos grotescos (el temor exteriorizado
al propio acto sexual); la tortura y/o el asesinato (una alternativa viable al
acto sexual).
Estas posibilidades no
siempre son válidas, pero el lector y el escritor deben tenerlos en cuenta al
intentar este tipo de género.
La psicología anormal ha
llegado a formar parte de la experiencia humana.
* * *
La mujer produjo unos ruidos
espesos e inconscientes con su garganta mientras él revolvía todo como loco en
busca de un instrumento; la cabeza le colgaba entrecortadamente del grueso
tallo de su cuello.
* * *
Se apoderó de la manguera
del compresor de aire.
—Bien —dijo con la voz
ronca—. Ahora sí que está bien. Todo preparado.
* * *
gorda puta
vieja puta no has tenido tus suficientemente grandes está bien de acuerdo serás
más grande serás aún más grande
* * *
La aferró del cabello, le
echó la cabeza hacia atrás y le metió la manguera por la boca, hasta la
garganta. Ella gritó a través de eso, un sonido como el que podría emitir un
gato.
* * *
Parte de la inspiración para
esta historia proviene de una vieja revista de horror de E.C. Comics (¡bu!), qué compré en una farmacia de Lisbon Falls. En
cierta historia, un marido y su esposa se asesinan uno al otro de forma
simultánea y de una manera mutuamente irónica (además de brillante). Él era muy
obeso; ella estaba muy delgada. Él le introdujo por la garganta la manguera de
un compresor de aire y la infló al tamaño de un dirigible. En su camino hacia
abajo y como una trampa para bobos, ella se estrelló sobre él y lo aplastó
hasta dejarlo como una sombra.
Cualquier autor que les
asegure que nunca ha plagiado es dos veces mentiroso. Un buen autor empieza con
ideas malas y con imposibilidades, y las amolda con los comentarios de la
condición humana.
En una historia de horror es
imperativo que lo grotesco sea elevado al estado de lo anormal.
* * *
El compresor se puso en
marcha con un whush y un traqueteo.
La manguera se escapó de la boca de la señora Leighton. Riéndose tontamente,
Gerald se la volvió a introducir. Los pies de la mujer se sacudieron y
golpearon contra el suelo. Las carnes de sus mejillas y diafragma empezaron a
inflarse rítmicamente. Sus ojos sobresalieron y se convirtieron en canicas de
vidrio. Su torso comenzó a expandirse.
* * *
aquí está aquí
está piojosa no eres lo suficientemente todavía no eres lo suficientemente
grande
* * *
El compresor jadeó y
traqueteó. La señora Leighton se infló como una pelota playera. Los pulmones se
le pusieron tirantes.
* * *
¡Miserables! ¡No disimuléis más tiempo!
¡Arrancad esas tablas; aquí está, aquí está! ¡Es el latido de su espantoso
corazón!
* * *
Ella pareció explotar de
repente.
* * *
Sentado en un hirviente
cuarto de hotel en Bombay, Gerald reescribió la historia que había iniciado en
una cabaña al otro lado del mundo. El título original había sido La Cerda. Luego de algunas
deliberaciones lo rebautizó El Compresor
de Aire Azul.
Había quedado satisfecho con
la resolución. Había cierta falta de motivos en lo que respecta a la escena
final, en la que es asesinada la vieja mujer, pero él no lo vio como una falta.
En El Corazón Delator, la mejor de
las historias de Edgar A. Poe, no existe una auténtica motivación para el
asesinato del anciano, y así era como tenía que ser. El motivo no es lo que
importa.
* * *
Ella se volvió muy grande
sólo antes del fin: hasta las piernas se le inflaron a dos veces su tamaño
normal. En el mismo instante final, la lengua estalló fuera de su boca como
fuegos de artificio.
* * *
Tras abandonar Bombay,
Gerald Nately siguió camino hacia Hong Kong, y luego a Kowloon. La guillotina
de marfil atrapó su imaginación de inmediato.
* * *
Como autor, puedo imaginar
un sólo omega correcto para esta
historia, y consiste en decirles cómo Gerald Nately se libró del cadáver.
Arrancó las tablas del piso del cobertizo, desmembró a la señora Leighton, y
enterró los pedazos bajo la arena.
Cuando notificó a la policía
que la mujer había estado desaparecida durante una semana, el alguacil local y
un policía estatal vinieron en seguida. Gerald los entretuvo con bastante
naturalidad, incluso les ofreció café. No escuchó el latido de ningún corazón,
aunque para ese entonces la entrevista se produjo en el caserón.
Al día siguiente él voló muy
lejos, hacia Bombay, Hong Kong, y Kowloon.