Trivial World

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jueves, 30 de abril de 2015

La cosa al fondo del pozo- Stephen King


((Thee tthiingg aatt tthee boottttoom ooff tthee weellll))
Oglethorpe Crater era un niño horrible y miserable. Adoraba atormentar a perros y gatos,
arrancarle las alas a las moscas, y observar cómo se retorcían los gusanos mientras los
estiraba lentamente. (Esto dejó de ser divertido cuando se enteró de que los gusanos no
sienten dolor.)
Pero su madre, que era tonta como ella sola, no advertía ni sus rarezas ni sus
demostraciones de sadismo. Un buen día, cuando Oglethorpe y su mamá regresaron a casa
desde el cine, la cocinera abrió de un portazo, presa de un ataque de nervios.
- ¡Ese niño espantoso atravesó una soga en los escalones del sótano, así que cuando bajé
a buscar patatas me caí y casi me mato! – gritó.
- ¡No le creas! ¡No le creas! ¡Ella me odia! – lloró Oglethorpe con las lágrimas
saltándole de los ojos. Y el pobrecito Oglethorpe comenzó a sollozar como si le hubieran
roto su pequeño corazón.
Mamá despidió a la cocinera y Oglethorpe, el pequeño y adorado Oglethorpe, subió a su
cuarto a clavarle alfileres a Spotty, su perro. Cuando mamá preguntó por qué Spotty estaba
llorando, Oglethorpe le respondió que se había clavado un vidrio en una pata. Dijo que se lo
arrancaría. La mamá pensó: «mi pequeñín Oglethorpe es un buen samaritano ».
Entonces, un día, mientras se encontraba en el campo buscando más cosas a las que
poder torturar, Oglethorpe descubrió un pozo profundo y oscuro. Gritó, creyendo que
escucharía un eco.
- ¡Hola!
Pero una suave voz le respondió:
- Hola, Oglethorpe.
Oglethorpe miró hacia abajo pero no pudo ver nada.
- ¿Quién eres? – preguntó Oglethorpe.
- Ven, baja – le dijo la voz– y nos divertiremos mucho.
De modo que Oglethorpe bajó.
El día transcurrió y Oglethorpe no regresó. Su mamá llamó a la policía y se organizó una
batida de rescate. Durante algo más de un mes buscaron al pequeño y adorado Oglethorpe.
Justo cuando estaban a punto de rendirse encontraron a Oglethorpe en un pozo, y bien
muerto.
¡Y vaya manera de morir!
Tenía los brazos arrancados, de la forma en que lo hacen las personas cuando le arrancan
las alas a las moscas. Le habían clavado alfileres en los ojos y mostraba otras torturas
demasiado horribles de describir.
Cuando envolvieron su cuerpo (o lo que quedaba de él) y se marcharon, realmente les

pareció escuchar una risa proveniente del fondo del pozo.

miércoles, 29 de abril de 2015

El hotel al fina l del camino- Stephen King


((Thee hootteell aatt tthee eend ooff tthee rrooaa d))
- ¡Más rápido! – dijo Tommy Riviere - ¡Más rápido!
- Lo estoy poniendo a ciento veinte – dijo Kelso Black.
- Tenemos a los polis encima nuestro – dijo Riviera – Ponlo a ciento cuarenta.
Se asomó por la ventanilla. Detrás del automóvil que huía se encontraba un patrullero,
con la sirena aullando y las luces rojas destellando.
- Voy a doblar en el camino lateral de allí adelante – gruñó Black. Giró el volante y el
automóvil se internó en el tortuoso camino de grava.
El policía uniformado se rascó la cabeza.
- ¿A dónde se fueron?
Su compañero frunció el entrecejo.
- No lo sé. Simplemente… desaparecieron.
- Mira – señaló Black – Hay unas luces enfrente.
- Es un hotel – se asombró Riviera - ¡Un hotel, en este camino perdido! ¡Tiene que
funcionar! La policía nunca nos buscará allí.
Black clavó los frenos sin importarle los neumáticos del automóvil. Riviera se inclinó
sobre el asiento trasero y aferró una bolsa negra. Empezaron a caminar.
El hotel parecía una escena sacada de la época del 1900.
Riviera pulsó la campanilla con impaciencia. Apareció un anciano.
- Queremos una habitación – exigió Black.
El hombre los contempló en silencio.
- Una habitación – repitió Black.
El hombre se dio vuelta para volver a su oficina.
- Mira, viejo – dijo Tommy Riviera – Eso no se lo perdono a nadie. – Extrajo su treinta y
ocho – Ahora mismo vas a darnos una habitación.
El hombre parecía dispuesto a seguir su camino, pero por último pronunció:
- Habitación cinco. Al final del pasillo.
Como no les ofreció firmar el registro, ellos subieron. El cuarto estaba vacío salvo por
una cama doble de hierro, por un espejo resquebrajado y un empapelado mugriento.
- Aah, qué basura de cuarto – dijo Black, asqueado – Apostaría a que hay tantas cucarachas
aquí que se podría llenar un bidón de veinte litros.
Al despertar a la mañana siguiente, Riviera no pudo salir de la cama. No podía mover ni
un músculo. Estaba paralizado. Entonces el viejo se dejó ver. Tenía la aguja que acababa de
aplicarle a Black en los brazos.
- De modo que está despierto – dijo – Queridos míos, ustedes dos son los primeros
agregados a mi museo en veinticinco años. Pero se conservarán bien. Y no morirán.
Irán a parar al resto de la colección de mi museo viviente. Unos hermosos
especímenes.

Tommy Riviera ni siquiera pudo expresar su horror.

martes, 28 de abril de 2015

Johnathan y las Brujas- Stephen King


(Johnathan and the witchs)
(Stephen King escribió el siguiente relato cuando tenía nueve años. Recien fue publicado en
1993, en el libro “First words: Earliest writting from favourite contemporary authors”)
Había una vez un muchacho llamado Johnathan. Era inteligente, atr activo y muy
valiente. Pero Johnathan era el hijo del zapatero.
Un día, su padre le dijo, “Johnathan, debes irte a buscar tu destino. Ya eres lo
suficientemente mayor.”
Siendo un muchacho inteligente, Johnatan sabía que lo mejor sería pedirle un
trabajo al rey.
Así que partió.
En el camino, conoció a un conejo que era un hada disfrazada. La asustada criatura
estaba siendo perseguida por cazadores y saltó a los brazos de Johnathan. Cuando los
cazadores llegaron hasta Johnathan, él señaló en una dirección y gritó excitadamente, “¡Por
allá! ¡Por allá!”
Cuando los cazadores se fueron, el conejo se convirtió en hada y dijo, “me has
ayudado. Te concederé tres deseos. ¿Cuáles son tus deseos?”
Pero a Johnathan no se le ocurría nada, así que el hada acordó a concedérselos
cuando los necesitara.
Así, Johnathan siguió caminando hasta que llegó al reino sin incidentes.
Entonces fue hasta el rey y solicitó trabajo.
Pero, para su suerte, el rey estaba de muy mal humor aquel día. Así que decidió
ventilar su ánimo en Johnathan.
“Sí, hay algo que puedes hacer. En la Montaña contigua hay tres brujas. Si puedes
matarlas, te daré 5,000 coronas. Si no puedes hacerlo, te haré decapitar! Tienes 20 días.” Y
con estas palabras, despachó a Johnathan.
“¿Ahora qué voy a hacer?” Pensó Johnathan. Bien, debo intentarlo.
Entonces, se acordó de los tres deseos que le habían concedido y se dirigió a la
montaña.
***
Ahora Johnathan estaba en la montaña y estaba a punto de desear tener un cuchillo
para matar a la bruja, cuando escuchó una voz en su oído, “La primer bruja no puede ser
apuñalada.”
La segunda bruja no puede ser apuñalada o asfixiada.
La tercera no puede ser apuñalada, ni asfixiada y es invisible.
Con este conocimiento, Johnathan miró en derredor sin ver a nadie. Entonces
recordó al hada, y sonrió.
Se fue en la búsqueda de la primer bruja.
Finalmente, la encontró. Estaba en una cueva cerca de la falda de la montaña, y era
una vieja de aspecto maléfico.
Él recordó las palabras del hada, y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que
echarle una fea mirada, él deseó que pudiera ser asfixiada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.
Después subió en busca de la segunda bruja. Había una segunda cueva en lo alto.
Ahí encontró a la segunda bruja. Estaba a punto de desear que pud iera ser asfixiada, cuando
recordó que no podía ser asfixiada. Y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que echarle
una fea mirada, deseó que fuera aplastada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.
Ahora solo tenía que matar a la tercer bruja y podría obtener las 5,000 coronas. Pero
mientras subía la montaña, se preguntaba en la forma de hacerlo.
Entonces se le ocurrió un plan maravilloso.
Después, vio la última cueva. Esperó fuera de la entrada hasta escuchar los pasos de
la bruja. Entonces recogió un par de rocas grandes y deseó.
Deseó que la bruja fuera una mujer normal. Y ¡Helo ahí! Se volvió visible y
entonces Johnathan la golpeó con las piedras que llevaba.

Johnathan cobró sus 5,000 coronas y él y su padre vivieron felices para siempre.

viernes, 17 de abril de 2015

Stephen King- El compresor de aire azul

La casa era alta, con un sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.
Se dirigió al porche y, tras un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.
Reinó el silencio, un silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que se arrastraban hacia el vestíbulo. El contrapunto de un bastón: whock... whock... whock...
Las tablas del piso crujieron y se quejaron. Una sombra, grande y sin forma tras el vidrio nacarado, se perfiló en la ventanita de la puerta. El interminable sonido de unos dedos que resuelven laboriosamente el enigma de cadena, cerrojo y cerradura. La puerta se abrió.
—Hola —pronunció rotundamente la voz nasal—. Usted es el señor Nately. Ha alquilado la cabaña. La cabaña de mi marido.
—Sí —dijo Gerald, con la lengua inflándole la garganta—. Así es. Y usted es...
—La señora Leighton —completó la voz nasal, complacida por su rapidez o por su nombre, aunque ninguno de ambos era gran cosa—. Soy la señora Leighton.

* * *

qué mujer tan jodidamente grande y vieja parece oh jesucristo reventar el vestido debe tener como sesenta y seis y es gorda dios mío es gorda como una cerda no puede olfatearse el pelo blanco el largo pelo blanco de sus patas aquellas secoyas enfermas en esa película un tanque ella podría ser un tanque podría matarme su voz está fuera de todo contexto como un silbato jesus si me riera no puedo reírme debe tener como setenta dios cómo camina y el bastón sus manos son más grandes que mis pies como un maldito tanque podría derribar un roble un roble por el amor de dios

* * *

—Usted escribe. —Ella no le había ofrecido pasar.
—Sí, por ahí viene la mano[1] —dijo él, y se rió para poder disimular su repentino encogimiento ante el uso de aquella metáfora.
—¿Me mostrará algo cuando ya esté instalado? —le preguntó. Sus ojos parecían perpetuamente luminosos y nostálgicos. No habían sido afectados por los mismos años que hicieron estragos en el resto de su persona. 
 
* * *
espera a que lo tenga escrito 
 
* * *
 
imagen: «los años llegaron haciendo estragos, en compañía de una carnosidad exuberante: ella era como una cerda salvaje a la que dejaran suelta en una casa grande y majestuosa, libre de cagarse sobre la alfombra, de destrozar la cómoda galesa y de derribar todas las copas de cristal y los vasos de vino, de pisotear los divanes de color rojo hasta que aparecieran los lunáticos resortes y sus rellenos, de rayar el espejante acabado del gran suelo del vestíbulo con sus bárbaras pezuñas, desparramando charcos de orina»

* * *

bien es ella sí hay una historia percibo su cuerpo colgando y ondulando
 
* * *
 
—Si usted quiere —respondió él—. No divisé la cabaña, señora Leighton, ni siquiera desde el camino de la costa. ¿Podría decirme dónde... 
—¿Vino conduciendo?
—Sí. Dejé mi automóvil allí. —Señaló más allá de las dunas, hacia el camino.
Una sonrisa, extrañamente unidimensional, se dibujó en los labios de la mujer.
—Ésa es la razón. Desde el camino sólo alcanza a entreverla: se la pierde, a menos que ande caminando —apuntó al oeste, hacia la descuidada esquina de las dunas y la casa—. Está allí. Justo pasando aquella pequeña colina.
—Bien —dijo, y entonces se quedó allí sonriendo. En realidad no tenía ni idea de cómo finalizar la entrevista.
—¿Le gustaría entrar a tomar un poco de café? ¿O una coca-cola?
—Sí —respondió al instante.
Ella pareció sorprenderse un poco ante su rápida aceptación. A fin de cuentas, él había sido el amigo de su marido, no el suyo. El rostro se cernió amenazante sobre Gerald, como una luna inconexa, indecisa. Luego lo condujo dentro de la antigua y paciente casa.   
Ella se tomó un té; él una coca. Millones de ojos parecían observarlos. Se sentía como un ladrón, merodeando en busca de la ficción oculta que él podía llegar a crear a partir de ella, llevando consigo tan sólo su propia gracia juvenil y una linterna psíquica.

* * *

Mi nombre, por supuesto, es Steve King, y sabrás perdonarme esta intrusión en tu mente... o así lo espero. Podría argumentar que el hecho de hacer a un lado la cortina de presunción entre el lector y el autor está permitido porque yo soy el escritor; es decir que, dado que ésta es mi historia, puedo hacer con ella cualquier maldita cosa que se me ocurra; pero pierde validez puesto que eso deja completamente de lado al lector. La Regla Número Uno para todo escritor es que el narrador no importa un centavo cuando se lo compara con el oyente. Pero olvidemos todo el asunto, si es que podemos. Me estoy entrometiendo en la historia por la misma razón por la que el Papa defeca: porque tengo que hacerlo.
Deberías saber que nunca atraparon a Gerald Nately; su crimen jamás fue descubierto. Pero igual lo pagó. Tras escribir cuatro novelas retorcidas, monumentales, mal desarrolladas, se cortó la cabeza con una guillotina de marfil tallado comprada en Kowloon. 
Su personaje fue el que primero inventé, durante un rato de aburrimiento, a las ocho de la mañana, en una clase de Carroll F. Terrell de la facultad de Inglés de la Universidad de Maine. El doctor Terrell estaba hablando sobre Edgar A. Poe y yo pensé: 
 
guillotina de marfil de Kowloon
una retorcida mujer en sombras, como un cerdo

cierto caserón 
 
El compresor de aire azul no se me ocurrió hasta pasado bastante tiempo. Es desesperadamente importante que el lector esté informado de estos hechos. 
 
* * *
 
Él le mostró algunos de sus escritos. No la parte importante —la historia que estaba escribiendo sobre ella— pero sí fragmentos de poesía, o aquella espina de novela que, como fragmentos de granada, llevó clavada en la mente durante todo un año, o los cuatro ensayos. Ella era una crítica perspicaz y se los devolvió con anotaciones al margen escritas con su fibra negra. Como a veces la mujer se dejaba caer por la cabaña mientras él se encontraba en el pueblo, escondió la historia en el cobertizo de la parte trasera.
Cuando septiembre se fundió en un fresco octubre la historia estuvo terminada, enviada por correo a un amigo, regresada con sugerencias (algunas malas), y vuelta a escribir. Sentía que era buena, pero no lo suficiente. Algo indefinible le estaba faltando. El enfoque no estaba muy claro. Empezó a jugar con la idea de mostrárselo a ella para que lo critique, luego la rechazó, para volver a jugar con la idea. Después de todo, ella era la historia; él nunca dudó de que la mujer pudiera proporcionar el vector final.
En forma gradual, su actitud con respecto a ella llegó a tornarse enfermiza; estaba fascinado por su volumen colosal, animalístico, por la lentitud de tortuga conque se desplazaba a través del espacio existente entre la casa y la cabaña...,
 
* * *

imagen: «gigantesca sombra de decadencia que se tambalea entre una arena sin sombras, el bastón aferrado en una mano torcida, los pies calzados en unas enormes zapatillas de lona que pisotean y esparcen los toscos granos, el rostro como una fuente servida, los brazos una masa hinchada, los pechos como tambores, una geografía en sí misma, el país del tejido orgánico»

* * *

...por su voz insípida y estridente; pero al mismo tiempo la detestaba, no podía resistir su contacto. La mentira empezó a hacerse notar, como le sucede al joven de El Corazón Delator, de Edgar A. Poe. Sentía que la mentira podía hallarse cerca de la puerta del dormitorio de ella, durante interminables medianoches, iluminando su ojo dormido con un rayo de luz, listo para cincelar y rasgar en el instante en que se abriera.
El impulso de mostrarle la historia comenzó a aguijonearle enloquecedoramente. Había decidido que lo haría el primer día de diciembre. El hecho mismo de la decisión no lo alivió para nada, como se supone que ocurre en las novelas, aunque sí lo dejó con un sentimiento de placer antiséptico. Estaba bien que así fuera; era el omega que realmente se enlazaría con el alfa. Y se trataba del omega; para el cinco de diciembre pensaba dejar la cabaña. Aquel mismo día acababa de volver de la Agencia de Viajes Stowe de Portland, donde había reservado un pasaje para el lejano este. Podría decirse que lo había hecho como un impulso momentáneo: la decisión de marcharse y la decisión de mostrarle su manuscrito a la señora Leighton habían aparecido juntas, casi como si él estuviera siendo guiado por una mano invisible.

* * *

Realmente estaba siendo guiado; por mi propia e invisible mano.

* * *

El día estaba blanco y nublado, con la promesa de la nieve acechando en el aire. Cuando Gerald las cruzó, las dunas entre la casa cubierta de tejas de los dominios de ella y la humilde cabaña de piedras de él ya parecían estar prefigurando el invierno. El mar, sombrío y grisáceo, rompía entre los guijarros de la playa. Las gaviotas montaban las lentas olas como si fueran boyas.   
Atravesó la cima de la última duna y supo que la mujer estaba en casa; su bastón, con la manopla blanca de bicicleta en un extremo, estaba apoyada junto a la puerta. El humo se elevaba desde la chimenea de juguete.
Gerald subió los escalones de madera sacudiéndose la arena de las botas para que la mujer se enterara de su llegada, y después entró.
—¡Hola, señora Leighton!
Pero la diminuta sala y la cocina se hallaban vacías. El reloj de pared sólo hacía tictac para sí mismo y para Gerald. El gigantesco tapado de pieles de la mujer yacía colgado de la mecedora, como el pellejo de un animal. En el hogar había una pequeña llama encendida que resplandecía y crujía diligentemente. La tetera permanecía sobre la hornalla de la cocina y sobre la mesada una taza de té, aún a la espera del agua. Él se asomó en el estrecho pasillo que conducía al dormitorio.
—¿Señora Leighton?
Tanto el pasillo como el dormitorio estaban vacíos.
Estaba a punto de regresar a la cocina cuando comenzaron las gigantescas risitas. Eran enormes y desvalidos espasmos de risa, el tipo de risa que emitiría una mujer que permanece confinada durante años y años, como vino en una bodega. (También existe un cuento de Edgar A. Poe que trata sobre el vino[2].)
Las risitas se transformaron en grandes risotadas. Provenían de la puerta que se abría a la derecha de la cama de Gerald, la última puerta de la cabaña. Provenían del cobertizo de las herramientas. 
 
* * *
 
se me están encogiendo las bolas como en la escuela primaria la vieja puta se está riendo lo encontró vieja gorda maldita sea maldita sea maldita sea tú vieja prostituta eres la causa de que esté aquí vieja puta ramera montón de mierda 
 
* * *
 
Llegó hasta la puerta en unas pocas zancadas y la abrió. Ella estaba sentada junto al pequeño calentador del cobertizo, con el vestido subido hasta los tocones de robles que eran sus rodillas para poder acomodarse con las piernas cruzadas, y con el manuscrito, empequeñecido, sostenido entre sus manos hinchadas.
Sus carcajadas rugieron y tronaron a su alrededor. Gerald Nately vio que los colores estallaban frente a sus ojos. Ella era como un animal lento, un gusano, una gigantesca cosa deslizante que se hubiera desarrollado en el oscuro sótano de la casa junto al mar, un bicho oscuro que se había convertido en una grotesca forma humanoide. 
Bajo la opacada luz de una ventana llena de telarañas, su cara se transformó en una luna de cementerio, surcada por los estériles cráteres de sus ojos y por el hendido terremoto de su boca. 
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.
—Oh, Gerald —dijo la mujer, sin parar de reirse—. Ésta es una historia muy mala. No lo culpo de usar un seudónimo. Es...—se limpió las lágrimas de risa de los ojos— ¡es abominable!  
Tieso, empezó a caminar hacia ella.
—No me ha representado lo suficientemente grande, Gerald. Ése es el problema. Soy demasiado grande para usted. Quizás Poe, o Dosteyevsky, o Melville... pero no usted, Gerald. Ni siquiera bajo su auténtico nombre. No usted. No usted.
Empezó a reírse de nuevo, colosales y terribles explosiones de sonido.
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente. 
 
* * *
 
El cobertizo de herramientas, a la manera de Zola:
Paredes de madera que muestran ocasionales grietas de luz, rodeadas de trampas para conejos colgadas y tiradas por los rincones; un par de polvorientas y desencajadas botas de nieve; un calentador mohoso que deja ver parpadeos de llamas amarillas, como los ojos de un gato; varias chucherías; dos palas; unas tijeras de podar; una antigua manguera verde enrollada como una serpiente; cuatro neumáticos viejos apilados como rosquillas; un oxidado rifle Winchester sin gatillo; una sierra de doble mango; un polvoriento banco de trabajo cubierto de clavos, tornillos, tuercas, arandelas, dos martillos, un cepillo, un nivel roto, un carburador desmantelado de los que pueden encontrarse dentro de un convertible Packard 1949; un compresor de aire de cuatro caballos de fuerza pintado de azul eléctrico, enchufado con un alargador que se comunica con la casa. 
 
* * *
  
—No se ría —repitió Gerald, pero ella siguió meciéndose de un lado para el otro, agarrándose el estómago y agitando el manuscrito, con la jadeante respiración como un pájaro blanco.
Su mano encontró el mohoso rifle Winchester y lo utilizó para golpearla, como si fuera un garrote. 
 
* * *
 
La mayoría de las historias de horror son de naturaleza sexual.
Lamento interrumpir el relato con esta información, pero presiento que debo poner en claro la espantosa conclusión de esta obra, que no es otra cosa que (al menos psicológicamente) una clara metáfora de los miedos a la impotencia sexual. La gran boca de la señora Leighton simboliza la vagina; la manguera del compresor es el pene. El inmenso y dominante volumen femenino es una representación mítica del temor sexual que, en mayor o menor grado, habita en cada varón: que la mujer, con su apertura, es una devota. 
 
* * *

En los escritos de Edgar A. Poe, Stephen King, Gerald Nately, y de todos aquellos que practican esta particular forma literaria, solemos encontrar tanto habitaciones cerradas como calabozos, además de mansiones desiertas (todos éstos símbolos del útero); escenas de entierros vivientes (impotencia sexual); el muerto que retorna de la tumba (necrofilia); monstruos o seres humanos grotescos (el temor exteriorizado al propio acto sexual); la tortura y/o el asesinato (una alternativa viable al acto sexual).
Estas posibilidades no siempre son válidas, pero el lector y el escritor deben tenerlos en cuenta al intentar este tipo de género.
La psicología anormal ha llegado a formar parte de la experiencia humana. 
 
* * *

La mujer produjo unos ruidos espesos e inconscientes con su garganta mientras él revolvía todo como loco en busca de un instrumento; la cabeza le colgaba entrecortadamente del grueso tallo de su cuello.
 
* * *
 
Se apoderó de la manguera del compresor de aire.
—Bien —dijo con la voz ronca—. Ahora sí que está bien. Todo preparado. 

* * *

gorda puta vieja puta no has tenido tus suficientemente grandes está bien de acuerdo serás más grande serás aún más grande

* * *

La aferró del cabello, le echó la cabeza hacia atrás y le metió la manguera por la boca, hasta la garganta. Ella gritó a través de eso, un sonido como el que podría emitir un gato. 
 
* * *

Parte de la inspiración para esta historia proviene de una vieja revista de horror de E.C. Comics (¡bu!), qué compré en una farmacia de Lisbon Falls. En cierta historia, un marido y su esposa se asesinan uno al otro de forma simultánea y de una manera mutuamente irónica (además de brillante). Él era muy obeso; ella estaba muy delgada. Él le introdujo por la garganta la manguera de un compresor de aire y la infló al tamaño de un dirigible. En su camino hacia abajo y como una trampa para bobos, ella se estrelló sobre él y lo aplastó hasta dejarlo como una sombra.
Cualquier autor que les asegure que nunca ha plagiado es dos veces mentiroso. Un buen autor empieza con ideas malas y con imposibilidades, y las amolda con los comentarios de la condición humana. 
En una historia de horror es imperativo que lo grotesco sea elevado al estado de lo anormal. 
 
* * *
 
El compresor se puso en marcha con un whush y un traqueteo. La manguera se escapó de la boca de la señora Leighton. Riéndose tontamente, Gerald se la volvió a introducir. Los pies de la mujer se sacudieron y golpearon contra el suelo. Las carnes de sus mejillas y diafragma empezaron a inflarse rítmicamente. Sus ojos sobresalieron y se convirtieron en canicas de vidrio. Su torso comenzó a expandirse. 
 
* * *
 
aquí está aquí está piojosa no eres lo suficientemente todavía no eres lo suficientemente grande 
 
* * *
 
El compresor jadeó y traqueteó. La señora Leighton se infló como una pelota playera. Los pulmones se le pusieron tirantes. 
 
* * *
  ¡Miserables! ¡No disimuléis más tiempo! ¡Arrancad esas tablas; aquí está, aquí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón![3]
 
* * *
 
Ella pareció explotar de repente. 
 
* * *
 
Sentado en un hirviente cuarto de hotel en Bombay, Gerald reescribió la historia que había iniciado en una cabaña al otro lado del mundo. El título original había sido La Cerda. Luego de algunas deliberaciones lo rebautizó El Compresor de Aire Azul
Había quedado satisfecho con la resolución. Había cierta falta de motivos en lo que respecta a la escena final, en la que es asesinada la vieja mujer, pero él no lo vio como una falta. En El Corazón Delator, la mejor de las historias de Edgar A. Poe, no existe una auténtica motivación para el asesinato del anciano, y así era como tenía que ser. El motivo no es lo que importa. 
 
* * *
 
Ella se volvió muy grande sólo antes del fin: hasta las piernas se le inflaron a dos veces su tamaño normal. En el mismo instante final, la lengua estalló fuera de su boca como fuegos de artificio. 
 
* * *
 
Tras abandonar Bombay, Gerald Nately siguió camino hacia Hong Kong, y luego a Kowloon. La guillotina de marfil atrapó su imaginación de inmediato. 
 
* * *
 
Como autor, puedo imaginar un sólo omega correcto para esta historia, y consiste en decirles cómo Gerald Nately se libró del cadáver. Arrancó las tablas del piso del cobertizo, desmembró a la señora Leighton, y enterró los pedazos bajo la arena. 
Cuando notificó a la policía que la mujer había estado desaparecida durante una semana, el alguacil local y un policía estatal vinieron en seguida. Gerald los entretuvo con bastante naturalidad, incluso les ofreció café. No escuchó el latido de ningún corazón, aunque para ese entonces la entrevista se produjo en el caserón. 
Al día siguiente él voló muy lejos, hacia Bombay, Hong Kong, y Kowloon.



[1] Juego de palabras intraducible: Gerald dice That's about the size of it; en inglés, "size" significa "tamaño", y el personaje lo relaciona con la corpulencia de la mujer, de ahí su extraña reacción (N. del T.)
[2] Se refiere a La barrica de amontillado, en el que el protagonista, aprovechándose de la borrachera de su víctima, la sepulta viva en una cripta. (N. del T.)
[3] Frase final de El Corazón Delator, de Edgar A. Poe (N. del T.)

miércoles, 15 de abril de 2015

Stephen King- Cerraduras

(El siguiente fragmento es un inédito e incompleto relato corto)

El primer y repentino juicio de Conklin fue que este hombre, Michael Briggs, no era la clase de persona que normalmente solicitara ayuda psiquiátrica. Iba vestido con unos pantalones negros de pana[1] (sic), una pulcra camisa azul y una chaqueta deportiva que combinaba más o menos con ambas prendas. Su pelo era largo, casi hasta los hombros. Su cara estaba bronceada. Sus largas manos estaban agrietadas, con costras en algunos lugares y cuando la alzó sobre el escritorio para estrechársela, sintió la aspereza de sus callos.
            ––Hola, Sr. Briggs.
            ––Hola ––Briggs dibujó una enfermiza y cómoda sonrisa. Sus ojos recorrieron la habitación y se centraron en el sofá, todo en una sola ojeada. Conklin había visto a ese hombre antes, pero no lo asociaba con alguien que hubiera estado en su terapia anteriormente. Ellos sabían que el sofá estaría allí. Este Briggs de manos desgastadas estaba buscando el símbolo más conocido de aquella profesión... el que veían en las películas y series de televisión.
            ––¿Es usted empleado de la construcción? –– preguntó Conklin.
            ––Sí ––Briggs se sentó atentamente frente al escritorio.
            ––¿Quiere hablarme de su hijo?
            ––Sí.
            ––Jeremy.
            ––Sí.
            Hubo un pequeño silencio. Conklin, que usaba el silencio como una herramienta, estaba obviamente menos incómodo que Briggs. La Sra. Adrian, su enfermera y recepcionista,  recogió la llamada cinco días antes, y dijo que Briggs parecía sonado... un hombre que se controlaba, dijo, pero por muy poco. La especialidad de Conklin no era sicología infantil y su agenda estaba atestada, pero la evaluación del formulario mecanografiado de Nancy Adrian sobre aquel hombre que tenía ahora enfrente lo había intrigado. Michael Briggs tenían cuarenta y cinco años, un empleado de la construcción que vivía en Lovinger, Nueva York, una localidad a 40 millas de la ciudad de Nueva York. Era viudo. Él quería hablar con Conklin sobre su hijo, Jeremy, que tenía siete años. Nancy le había prometido que le devolverían la llamada al final del día.
––Dígale que llame a Milton Abrams de Albany ––había dicho Conklin, deslizándole a Nancy el formulario sobre el escritorio.
––¿Podría aconsejarle que lo viera en una cita y después decidiera al respecto? –– preguntó (sic) Nancy Adrian.
Conklin la miró, luego se apoyó sobre el respaldo de la silla y sacó su paquete de tabaco. Cada mañana lo llenaba exactamente con diez Winston 100’s al salir de casa., y no fumaba nada más hasta el día siguiente. No era tan bueno como dejarlo, eso lo sabía; solo era la única tregua que había podido alcanzar. Ahora estaban al final del día ––no más pacientes, en cualquier caso–– y se merecía un cigarrillo. Y la reacción de Nancy hacia Briggs lo intrigaba. Sugerencias como aquellas no eran oídas normalmente... pero eran raras. Y las intuiciones de la mujer eran buenas.
––¿Por qué? ––preguntó, prendiendo el cigarrillo.
––Bueno, le sugerí que visitara a Milton Abrams (vive cerca de Briggs, y le gustan los niños), pero Briggs ya lo conocía un poco. Trabajó en un equipo de construcción que construyó una piscina en la casa de campo de Abrams hace dos años. Él dijo que lo visitaría si usted aún lo recomendaba después de oír lo que tenía que decirle. Él quería contárselo a un total desconocido antes primero y obtener una opinión. Él dijo “Se lo contaría a un sacerdote si fuera católico”.
––Uhm.
––Él dijo, “quiero saber qué le pasará a mi hijo... si soy por mí o qué” Sonaba agresivo en esto, pero también sonaba muy, muy asustado.
––El niño tiene...
––Siete años.
––Y usted quiere que lo vea.
Ella se encogió de hombros, luego sonrió. Tenía cuarenta y cinco años, pero cuando sonreía parecía que todavía tenía veinte.
––Sonaba... concreto. Como si pudiera contar una historia clara y sin sombras. Fenómenos, no efímeros.
––Expóngame todo lo que quiera... todavía no voy a subirle el sueldo.
Ella arrugó la nariz, y luego sonrió. A su modo, él quería a Nancy Adrian (sic). Una vez, tomando unas copas, la llamó la Della Street de la Psiquiatría, y ella casi le pega. Él valoraba su perspicacia, y ahora estaba ahí, clara y simple:
––Él sonaba como un hombre que piensa que hay algo estropeado en la psique de su hijo. Y ha llamado a la oficina de un psiquiatra neoyorquino. Un caro psiquiatra neoyorquino. Y parecía muy asustado.
––Está bien. Suficiente ––aplastó el cigarrillo, no sin pesar–– . Cítelo la semana que viene, el Martes o el Miércoles, a las cuatro en punto.
Y ahí estaban, Miércoles por la tarde, no a las cuatro en punto, pero sí a las 4:03 exactamente... y ahí estaba el Sr. Briggs sentado delante de él con sus desgastadas manos entrelazadas en el regazo y mirando preocupadamente a Conklin.


Título original: Keyholes.



lunes, 13 de abril de 2015

Hola-Hola!

Hoy voy a contarles sobre uno de mis escritores favoritos: Stephen King


Stephen Edwin King (Portland, Maine21 de septiembre de 1947) es un escritor estadounidense conocido por sus novelas de terror. Los libros de King han estado muy a menudo en las listas de superventas. En 2003 recibió el National Book Award por su trayectoria y contribución a las letras estadounidenses, el cual fue otorgado por la National Book Foundation.
Es conocido mundialmente por haber sido el autor de novelas como CarrieEl resplandorItCementerio de animalesMiseryEl misterio de Salem's Lot, entre otras muchas. King, además, ha escrito obras que no corresponden al género de terror, incluyendo las novelas Different SeasonsEl pasillo de la muerteLos ojos del dragón, Corazones en Atlántida11/22/63 y su autodenominada "magnum opus", La Torre Oscura. Durante un periodo utilizó los seudónimos Richard Bachman y John Swithen.
Padre del escritor Joe Hill y esposo de la escritora y activista Tabitha Spruce.
Fuente: wikpedia XD

Según lo que leí en el libro “mientras escribo” y en Wikipedia, Stephen y su hermano mayor fueron criados por su madre luego de que su padre los abandonara, a los 13 años comenzó a escribir historias en la maquina de escribir de su hermano (el escribía un periódico) y comenzó a vender sus historias en la escuela, luego una maestra se dio cuenta y le obligó a devolver el dinero. Su familia era de clase madia-baja, el libro está lleno de anécdotas (su niñera y lo huevos fritos, el apagón que su hermano causó en la cuadra, la caja de herramientas, el ladrillo y las abejas, etc.) divertidas y otras no tanto, que King utiliza (algunas) de forma metafórica para explicar su forma de escribir. King empezó a escribir Carrie cuando limpiaba un baño de mujeres de una escuela con una migo, notó que las duchas y tenían divisores y las del baño de hombres no, entonces su amigo dijo que a las chicas les daba un poco mas de vergüenza ducharse juntas, luego empezó a hablarle de la telekinesis, de que la mayoría de las veces se desarrollaba en la adolescencia luego de situaciones traumáticas, entonces King juntó las ideas comenzó a escribir, al poco tiempo se cansó y como el no sabia nada sobre mujeres el tener una como protagonista le dificultaba el trabajo, arrojó lo que había escrito a la basura, su esposa Tabitha lo encontró, lo leyó, y l ayudo a terminarlo, luego de unos mese recibieron la llamada que cambió sus vidas para siempre (?) el libro había sido vendido por 400 millones, y ahora pasaba de ser un empleado de clase media-baja a un escritor millonario, allí comenzó su carrera como escritor, en otra entrada hablaré sobre el por que de sus pseudónimos, por ahora les dejo una entrevista a este genio de la literatura: